Ana Coralia Fernández
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Ya los sabemos: la muerte no tiene horario, ni fecha en el calendario, pero una vez al año se hace una pausa para dedicarle un ratico de su eterna muerte a los difuntos.
En México, ícono absoluto de rituales antiguos, místicos y sabios, un día como hoy se le dedica a los niños que ya marcharon al cielo y mañana será para los adultos que después de pasar los niveles del altar, se darán una vuelta por casa, a ver, a saludar, a saborear.
“Ante la tumba, guardarás silencio”, decía con aires histriónicos mi abuela, por querer decir que a los muertos hay que respetarlos en ese silencio obligado que impone la parca.
Aún así, a veces hay conmigo rebeldes (y debe haber trillones) que ante una sepultura nos y les preguntamos.
¿Por qué? ¿Cómo se te ocurrió morirte? ¿Y con qué permiso te fuiste? ¿La estarás pasando bien?
Eso en términos espirituales y en otros más terrenales ¿por qué no nos dejó la vida más tiempo?, por qué aquello o lo otro, por qué los gritos o la indiferencia, por qué el accidente o la enfermedad…
Unas flores especuladas sellarán el pacto.
Sus cuerpos quedan allí prisioneros de una tumba y uno con un suspiro empaña el vidrio del carro y se devuelve meditabundo y cabizbajo.
Ya habrá tiempo sin fin para escuchar las respuestas cuando nos encontremos a algún vecindario del cielo.
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