Álvaro Sáenz Zúñiga
asaenz@liturgo.org.
Agradecimiento es lo único que esperamos de alguien a quien damos algo. El que nada tiene, al no poder responder de otra manera, dice una palabra hermosa de gratitud al recibir un regalo.
El evangelio nos habla de diez leprosos, diez personas que, por su enfermedad estaban excluidas de la comunidad y debían mantenerse a distancia de todos, para no provocar contaminación. Ellos llamaban con ese nombre a cualquier brote en la piel. Como la lepra es incurable, no querían correr el riesgo de contaminarse. No la consideraban enfermedad sino impureza.
Los leprosos andaban juntos, mendigando alimento, sin acercarse a la gente. Los leprosos de hoy oyeron que venía Jesús y le piden ser purificados. Querían ser reincorporados a la comunidad. Y le gritan: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”.
Él se compadece de ellos y va a curarlos, y los envía a los sacerdotes para que se certifique esa pureza. En el camino los enfermos saben que están sanos y, mientras nueve continúan alegres su camino, uno de ellos, que era medio pagano, vuelve sobre sus pasos hasta Jesús para alabar a Dios y dar gracias. Jesús recibe la gratitud del samaritano –es Dios-, y pregunta: “¿No quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? Y dice al samaritano la frase clave: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”. Jesús, además de devolver la salud a aquel samaritano, obtenía una riqueza mayor: la salvación.
Si nosotros recibimos la salvación por el bautismo: ¿cómo es que vivimos tan irresponsablemente la fe?, ¿cómo seguimos viviendo en vicios y en codicias? Es la hora de la conversión y del cambio de vida.
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