Ana Coralia Fernández
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Cuando la compré hace unos 29 años, en carrera, porque íbamos a un paseo de atún y huevo duro, no me fijé en el precio, ni si era fina, ni nada.

La tomé del supermercado y la metí a la bolsa con el pan y los fresquillos de cola.

Y se instaló después en el cajón de mi cocina como una forastera, una extraña. Imagino que los cuchillos de Tramontina le cortaron la palabra y los tenedores de Miami ni la alzaron a ver. Pero como ella venía del arroyo, ni se dio por enterada y siempre estuvo a mano cuando se ocupó para destapar, revolver, mezclar y azucarar.

Cuando llegó la bebé, fue perfecta en la papilla. Ni las ergonómicas de marca, pudieron competir con su lealtad opaca o su manguito blanco y rajado.

Fue mi compañera de vigilias en calenturas de cama. Cuando mamá antes de morir, necesitaba una dosis medicada, ella con actitud de enfermera veterana, me la proporcionaba.

Como no hubo que cuidarla porque no era cara y venía sin pedigrí, nunca se perdió, ni se desajustó en la aristocrática familia de cucharas heredadas de la abuela y usada en cumpleaños, rezos, cenas y piñatas.

Ella nunca debutó en las ceremonias grandes de casa, pero siempre estuvo allí en desayunos, en meriendas de tarea, en cafecitos y avenas y después de la jaqueca, en la mesita de al lado.

¿Quién me iba a decir que aquella diminuta cucharita barata iba a ser mis testigo de todo lo que faltaba?

Ahí está, ahora retirada, pensionada. La cuido como tesoro y de todos los chunchillos que adornan la cocina.