Roxana Zúñiga Quesada, periodista
ropazu@racsa.co.cr
Sigo con los personajes de Goicoechea.
Muy lejana y entre las brumas de mi ya distante infancia emerge la figura desgarbada de “Trotes”, una mujer joven, pero avejentada por los vaivenes de la existencia.
La recuerdo en su incesante andar por todas las veredas del cantón. Sus zapatos, mejor llamados caites, estaban en el punto cumbre de agonía: no daban más, pero ella les sacaba siempre un paso extra. Eran colorados, sin tacón, sin cuero: apenas unas tiritas para no verse descalza.
Vivía para caminar o caminaba para vivir. Supongo que no estaba muy bien de la cabeza y vagaba entre momentos de lucidez y de evasión. Solía pasar entre las barras de muchachos que departían en las esquinas de la pulpería (prehistórica diversión en los tiempos sin tele ni Internet).
Si los jóvenes estaban entretenidos en los detalles del partido o de la fiesta de la noche anterior y no la notaban, ella volvía a transitar, una y otra vez, hasta que alguno de los chicos gritaba: “Trotes”…
Entonces, furiosa, vociferaba &&&%$#”((&>>)( contra ellos y se marchaba tranquila a buscar nuevos jóvenes con quienes pelear por llamarla por su apodo.
Nunca supe qué pasó con ella o cuándo la muerte la arrancó de las calles guadalupanas.
Cada vez que la evoco no puedo reprimir una sonrisa; “Trotes” procuraba llamar la atención para luego gritar improperios, pero, quizá en el fondo, era una forma de sentirse apreciada e importante. La fuerza de sus pasos aún retumba en mis memorias.
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