A un lado de la carretera principal se encuentra la casa que pertenecía a Mario López. Apenas tiene una cerca de alambres, pues la seguridad no era su prioridad.
Él era un hombre casero; hace dos años sufrió un derrame. De vez en cuando salía a hacer mandados.
Su hermana, María Estebana, siempre le pedía que tomara un bus porque temía que lo atropellaran. Pero él prefería irse en bicicleta.
Tenía 73 años. Antes de jubilarse, trabajaba en construcción y agricultura.
Su familia y también su vecino, Humberto Hernández, lo recuerdan como alguien desprendido, siempre dispuesto a compartir lo poco que tenía.
“Era pura vida. Le daba café y comida a todos los que llegaban. El problema es que gente no tan pura vida se aprovechó de él y vea lo que pasó”, dijo Hernández.
A la par de la choza, hay un taller de pintura. Los empleados pasaban pendientes de él.
El 6 de diciembre, un trabajador de la compañía eléctrica Coopeguanacaste colocaba un medidor en el taller cuando vio entrar y salir, cinco minutos después, a un muchacho. Creyeron que era una visita; no le dieron importancia, porque en el pueblo nunca pasaba nada.