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Anciano. Barba blanca. Cejas tupidas. Inconfundible sombrero de lana con borla y bordes plancos. Sonrisa a flor de piel.
¿Podría ser otro? No. Era Santa. Un poco más delgado que de costumbre y una novedad: su sonrisa estaba desdentada.
Se acercó a mi ventana sin saco y sin regalos. Yo tampoco tenía leche ni galletas.
Se plantó frente a mí y me sentí como la niña de hace cuarenta y pico de años, asombrada por sus ojos diminutos y entrecerrados. Eran dos arrugas más en el universo de las que surcaban su rostro.
Se adelantó unos pasos y me extendió su mano repleta de líneas que anunciaban mil historias perdidas e inconclusas.
Y yo lo supe de inmediato. Santa vino en marzo. No era un sueño, ni una mentira piadosa.
Era un despertar a gritos, una verdad desnuda y desesperada.
Tosió y no había que ser doctor para saber que estaba enfermo.
Rebusqué de inmediato algo que darle. ¿Cómo no iba a hacerlo? Si él siempre fue tan generoso y tan risueño en Nochebuena, con su bolsa desbordante de carritos y muñecas. Con su risa indescifrable entre la histeria y la alegría.
Unas monedas de esas que tintinean en el ‘dash’, se subieron a mi mano, y saltaron urgidas a las de él.
“Muchas gracias machita, que Dios le repare más”, me dijo el indigente, mientras echaba los cinquillos en un recipiente verde de comida china, pero vacío.
El semáforo nos avisó que era tiempo de dejarnos con sus irónicos colores navideños: el rojo lo trajo a mí. El verde lo alejó.
Y Santa se perdió entre las pitoretas que me hicieron seguir.