Álvaro Sáenz Zúñiga
Presbítero
asaenz@liturgo.org

El día de Pentecostés, con la venida Espíritu Santo, marca el acto inaugural de la Iglesia. Desde un día como hoy ella, fortalecida y capacitada por el Espíritu, asumió la tarea asignada por Jesús, el resucitado.

La Iglesia “nace” progresivamente. Esto lo atestigua el Nuevo Testamento. Al conmemorar ese acto inaugural, se nos propone un evangelio leído semanas atrás: la primera aparición de Jesús a los apóstoles, la resurrección.

Esta escena, meditada el segundo domingo de la Pascua, muestra a los apóstoles amedrentados, frente a un Jesús completamente diferente de aquél de la vida cotidiana, del huerto, de la cruz. Jesús viene hoy triunfante y “condecorado”, trae, en sus manos y su costado, los trofeos de la batalla librada y ganada. La reacción de los discípulos al reconocerlo es muy intensa, “se llenaron de alegría cuando vieron al Señor”.

Jesús resucitado fortalece la fe de sus apóstoles y tal y como él mismo fuera enviado por su Padre Celestial envía a sus apóstoles a iluminar el mundo con su palabra. “Como el Padre me envió, yo también los envío a ustedes”.

Jesús es muy consciente de que los apóstoles no podrían llevar adelante la tarea con sus solas fuerzas. Por eso, al irse, les deja otro Paráclito, como consuelo y estimulo, que les defienda y fortalezca. El Señor sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo”. Hoy, en Pentecostés, comprendemos con facilidad la intensa relación que hay entre el Espíritu y la Iglesia. Cristo dio el Espíritu Santo a sus discípulos, siempre y cuando ellos formen Iglesia. En el fondo es la Iglesia la que lo posee.