Carlos Free, cineasta
cfreer@cariari.ucr.ac.cr

A lo largo de la vida nos damos cuenta de que todo cambia, nada es permanente, ni mucho menos eterno.

Pero, constantemente, caemos en el error de comportarnos, tomar decisiones y creer que habrá acciones que tendrán un efecto “para siempre”.

Eso ocurrió con la política agroalimentaria. Conspicuos sabihondos decidieron que no valía la pena seguir apoyando la cultura del agro, porque con las ganancias en las exportaciones podríamos comprar, más baratos, alimentos que producen otras naciones más “eficientes” que nosotros en esos campos.

Esa apreciación cambió radicalmente en los últimos meses, debido a la crisis alimentaria mundial.

Por ejemplo, acaban de realizar un estudio en México, con resultados que muestran que las importaciones de alimentos constituyen más del 50 por ciento de las ganancias que deja la exportación del petróleo, y equivalen al 72 por ciento de las remesas que los mexicanos residentes en Estados Unidos envían a sus familiares.

Por tanto, organizaciones agrícolas y campesinas exigen respaldar y declarar estratégicos productos como maíz, caña de azúcar, frijol, trigo, arroz, sorgo, café, huevos, leche, carne de bovino, aves y pescado.

Algo parecido deberíamos hacer aquí, empezando por dar capacitación a agricultores y campesinos para volver a hacer lo que nunca debimos abandonar: producir nuestros propios alimentos.