Ana Coralia Fernández, periodista
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Creo firmemente que la intensidad de las emociones se puede medir por la edad que uno tenga. Eso de que la juventud se lleva en el corazón, es una metáfora cuando se compara el entusiasmo infantil con cualquier otra alegría que se pueda sentir cuando se dejan atrás los dientes de leche y las cartas del Niño Dios.

¿Quién puede comparar la chochera de comprar cualquier objeto que nos ha costado años de trabajo con la ilusión de descubrir una moneda que dejó un ratón bajo la almohada a cambio del primer diente? ¿Cómo equiparar ese lujo que nos damos cuando de adultos con el tamborcillo acelerado del corazón la noche del 24, cuando creemos que un Niño en pocas horas hará que su amor contagie al mundo de su magia y dé regalos esperados e insólitos?

Bendita ilusión que nos llenó de risa, momentos que atesoramos como únicos. Benditos aquellos padres, abuelos o gente de corazón generoso que lo hace posible para millones de pequeños. Ellos logran que ese conjuro de esperanza envuelto en papel y lazo, sea realidad y alegría para todos los niños de la Tierra.

Quiero contagiarme de esa contentera que hace tiempo dejé en una estación lejana y creer que esta Navidad viene abundante de pan y abrigo para todos, especialmente para los que menos tienen. Mi deseo al encender mi vela, es que el Niñito me escuche y en esta noche maravillosa con mi oración se llene una mesa y se cubra una cama, amén.