Ana Coralia Fernández
Periodista
paradigma@racsa.co.cr

En casa se vivía la Semana Santa con reflexiva moderación y por eso no era común que saliéramos de paseo como ahora.

Una vez, me invitaron a pasar esos días en Puerto Cortés. Antes de salir, mamá me dio dobladito como una carta, un billete de cinco pesos.

Como yo no tenía mucha capacidad adquisitiva el “billetico” era un enorme capital y para sentir que poseía una real fortuna lo cambié en veinte pesetas que tintineaban alegres en mi bolsa.

Pero en el paseo no disfruté de un helado, ni de un fresquito; mucho menos de convidar a mis anfitriones a unas pipas frías o a una cajeta. ¡Nada! Por primera vez sentí esa extraña y agridulce sensación de tener dinero y no querer compartirlo ni gastarlo.

Ya de vuelta a casa, mamá, al enterarse de que “la libra” estaba intacta, me dio una de las grandes lecciones de mi vida porque me dijo: “-Vea machita, la plata es para disfrutarla. Apuesto que no tuvo paz por miedo a que se le perdiera…”.

Efectivamente, las veinte pesetas -como las trece monedas de Judas- habían perdido su encanto. Así entendí que el dinero es solo una manera de resolver algunos e inmediatos asuntos, pero no debería privarnos de las otras y legítimas felicidades como la de vivir a toda gana y compartirlo con los demás.

Sirva la anécdota para que en estos días de escuálidas sardinas y calles llenas de amargura, no pensemos que por tener somos más o por estar escasos, lo hemos perdido todo.