Ana Coralia Fernández
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Hace años, la tradición de tirar confeti se quitó por una disposición de la entonces ministra de Salud, Ana Gabriela Ross (q.d.D.g) ante los abusos de vendedores y gente sin escrúpulos que lo juntaba de la calle y lo tiraba contra moros y cristianos.

Por eso, mi hija creció con el recuerdo implantado de ir a tirar papelillos redondos a la avenida en diciembre, porque ella nunca lo había vivido.

Cuando tiempo después, se dio permiso de volver a tirar confeti para darnos la ilusión de que la nieve nos caía del cielo (o del suelo), emocionada casi le ordené a ella que limpiara su agenda de compromisos porque esa noche, restituiríamos con una vivencia genuina, las anécdotas mil veces contadas de “confeticazos” tirados en helados y manzanas escarchadas, en inoportunos bostezos, en suéters y bufandas. Ahora ella tendría la experiencia de tirar confeti por todos los orificios de su cuerpo ocho días después de haber ido a la avenida.

Las instrucciones fueron claras antes de ingresar al mar de gente: 1. Comprar la bolsa. 2. Abrirla con los dientes y escupir la grapa para no ahogarse. 3. Tomar un puñito de confeti. 4. Tirarlo al rostro del que viniera. 5. Ver su cara estupefacta de ira y miedo. 6. Fingir una risa tonta. 7. Esperar su venganza con otro poco de confeti.

Mi hija nunca pudo creer que aquello fuera divertido. Al momento, se nos acabaron los papelillos, mientras huíamos de los riñas, gente apurada y vendedores ambulantes. ¿Será que me falla la memoria o el sistema que la alimenta?