Ana Coralia Fernández, periodista
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Así entrábamos a la clase. La maestra, de pie en la puerta del aula nos preguntaba severa: -uñas-, y mostrábamos los dedos indicando que estaban limpias y cortas; -dientes-, y como tigrillos mostrábamos la dentadura en señal no de fiereza, sino de limpieza.

A lo más unos cuadernos forrados en “papel de pan”, un lápiz con borrador y unos bollitos robados del desayuno huntados con mantequilla que engullíamos al recreo y bajábamos con agua del tubo.

Con mucha suerte, el primer día, blusa nueva, medias y zapaticos lustrosos. Conforme avanzaba el año, iban apareciendo fantasmas del pasado, que se distinguían por el azul desteñido y brillante de tanta plancha y algún vestigio del escudillo en la bolsa de la camisa.

Así comenzaba el año escolar sin lujos ni aspavientos. Las maestras nos corregían sin “salacuartazos”, nos vacunaban en serie como ganado y se nos pegaban el sarampión y los piojos de los compañeros con la mayor naturalidad. Y sobrevivimos.

La educación era más igualitaria, un poco más gratuita, definitivamente obligatoria, y nos sentíamos felices por ello. En estos días de bonos escolares y de papás y mamás acongojados porque la entrada a clases se logra con las uñas y empeñando hasta los dientes, desde la humilde tribuna que me dan los años, los aliento a no claudicar. Mi abuelo decía que la educación era la platica de los pobres y la mejor herencia que podíamos dejar.Y ustedes, niños y jóvenes que tienen el derecho y el privilegio de estudiar, tampoco abandonen esta oportunidad, cada vez más única y menos posible. ¡Feliz entrada a clases!