Miércoles 4 de marzo de 2009, San José, Costa Rica
Nacionales | Pido la palabra
Amalia

Carlos Freer, cineasta
cfreer@cariari.ucr.ac.cr

Una imagen me liga a ella de manera indisoluble: el retrato de una joven de unos 14 años que me lleva en brazos; yo con apenas un año de edad.

Es el milagro perdurable de una fotografía. Después, el agradecimiento imperecedero: me enseñó a escribir. Supongo que recién graduada de la Normal de Heredia improvisó una especie de “prekínder” y nos enseñó las primeras letras a mi prima Olga y a mí.

Así que no podía menos que garabatear estas letras en su recuerdo. Después, vinieron las divertidas noches del “Monopoly”, el “Home” y las damas chinas. Por cierto, ella afirmaba que este último juego yo lo hacía con “marcaje”, en alusión a la nueva táctica que empezaba en el fútbol.

Sentí un gran pesar cuando se casó porque cambiaba de entorno, esa amiga generosa y divertida que gustaba llamarme “Calú”. Mas quedó en muy buenos brazos, con Otto.

Recién casada, se fue a vivir al otro lado de la ciudad. Interminable se nos hacía el trecho (de La Soledad a El Molino) a Luis Fernando –mi primo– y a mí, cuando la abuela nos mandaba a dejarle algo, o simplemente a darle un recado (¿quién lo diría ahora en los tiempos de celulares e Internet?). Pero la recompensa venía por partida doble, al gozar de un suculento almuerzo y de la alcahuetería de dejarnos llenar de agua y barro su patio.

Después, llegaron los hijos y se “robaron” ese generoso corazón, pero nunca perdimos su cariño y bondad. Fue un premio tener tías como ella, y como las demás que dichosamente tuvimos.

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