Ana Coralia Fernández
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En lugar de queque de Navidad, comimos pan bon. La gente, después de la misa de diez, se reunió en el atrio de la catedral. Unos eran católicos, pero otros no. Eso no importaba, porque allí no hay fronteras ni para los credos, ni para las etnias, ni para los grandes que quieren ser niños, ni para los niños que les toca vivir como adultos.
La idea era compartir una fiesta de Navidad con los vecinos que aderezamos con cuentos. En las gradas de la magnífica iglesia, habían granitos de arroz, señal inequívoca de prosperidad para el matrimonio del día anterior.
Limón estaba hermosa. El sol radiante sin ser exagerado. El mar en calma y la gente contenta.
En esta parte del país, la Navidad se vive desde muchas vitrinas, pero me gusta cuando se me arrima un desconocido con una sonrisa y con ganas de saber a qué viene la forastera.
Esta visitante solo viene con historias de aquí y de allá, unas para alegrar a los niños y ortras para poner a pensar a los grandes; unas para poner a pensar a los niños y otras para alivianarle la carga a los grandes.
Limón es verde guatusi, aunque las campanas sean de bronce o navideñas. Los tamales, los colachos, los renos, los muñecos de nieve, todo parece gritarme que acá la fórmula es distinta y que todos llevarán a un portal que huele a "rice and beans" sus mejores plegarias y sonrisas.
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