Álvaro Sáenz Zúñiga
Alguien dijo que los mandamientos no podían ser modificados. La verdad es que cualquier ley puede ser modificada por quien tiene autoridad y capacidad para variar las condiciones de la norma establecida por él.
Por tercera semana consecutiva oímos a Cristo modificar las disposiciones del decálogo. Para que no se preste a equívocos, hoy establece la bondad de la ley. La ley no ha sido promulgada para mortificarnos, como tampoco para hacernos pecar. Jesús dice que es la ayuda que necesitábamos para enderezar nuestros pasos. Nos da una nueva visión.
Quizá nuestra naturaleza tornó la ley en verdugo, pero no es la ley la que está mal. Somos nosotros quienes erramos.
Y Jesús, sentado dice algo que nos deja perplejos: Se dijo a los antepasados esto... pero yo les digo esto otro…
Paso a paso el Señor irá revisando, analizando, ajustando los preceptos para que entendamos que es esencial aprender a amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.
Ahora bien, la reforma de Jesús, lejos de relativizar la ley la hace más exigente. Ya no nos deja contentarnos con no matar o no robar. El esfuerzo fundamental es ponernos al servicio de los demás, imitando a Cristo.
Tampoco hay ya mandamiento pequeño. Los revejidos somos nosotros. Hay que ser mejores que los escribas y los fariseos. Es decir, no vivir cumpliendo preceptos sin sentido, sino amando, perdonando, respetando, asumiendo, sirviendo, muriendo por los demás.
Cristo es el modelo y los cristianos debemos vivir siempre ese modelo de entrega por el prójimo, el pobre, el hermano, el cónyuge, Dios.
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