Antonio Alfaro, periodista
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Era un muchacho de colegio como cualquier otro, lejano a la figurita, al artista de cine, al que se cree dueño de la bola y la mejenga. Ajeno al de andado raro tan solo por jugar en la Liga. La petulancia se la llevaban otros con menos talento.

Regresaba sudando de cada recreo pasado el sonar de la sirena, apenas metiéndose las faldas justo antes de que el profesor cerrara la puerta.

La pelota era lo suyo, aunque las matemáticas no le caían nada mal, al punto de ayudar a otros con ecuaciones, fórmulas y demás. Filosofía le daba más guerra o se atenía a este mortal, sentado detrás suyo en más de un examen, a la espera, nervioso, del descuido o la vista gorda del profesor.

Sin problemas se graduaría de las aulas para ingresar a la universidad del fútbol. Jugaría en Primera, en la Selección, en un Mundial. Sería considerado en su momento el mejor del medio campo y del campo entero, por varias temporadas consecutivas.

Llegaría a ser el de más clásicos jugados, aquel muchacho al que entre “compas” llamábamos “Wil”. Lo bautizarían “El Pato” (¡hasta el apodo lo tiene sencillo!).

Aparecería en portadas, firmaría autógrafos, dejaría de ser aquel muchacho como cualquier otro para convertirse en un hombre como cualquier otro, tan sencillo como el plato de arroz y frijoles que saborea o el fresco de sirope que más de una vez le vi tomar.