Carlos Freer, cineasta
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Era tal el silencio de las madrugadas, que una banda entonando alegres sones a buena distancia se llegaba a escuchar, tanto, que hacía despertar a los felices durmientes a las cinco de la mañana.
¡Y qué hermoso despertar! La diana venía con la presencia misma del 15 de setiembre. Una fecha tan arraigada en el corazón colectivo, que siempre trae pálpitos de alegría por toda la nación.
No sé si será porque es una fiesta sencilla, entusiasta, igualitaria. Pero es difícil escapar de la sui géneris celebración.
Muchos hemos afirmado que a nuestra independencia le hizo falta lucha, fragor, dolor y lágrimas.
Tales componentes vendrían después, en los años de 1856 y 1857, con un indiscutible prócer a la cabeza: Juan Rafael Mora Porras. Pero no podemos negar lo que entusiasmaba la alegre diana. Ya había ocurrido, al anochecer del día anterior, el pasar de los faroles. De todos las formas y tamaños, pero la mayoría de tarros con huecos y barbas.
Ahora, a tomar el frugal desayuno, de pan y café. Y al baño, que había que estar listo para ver a los escolares en el lucido desfile. ¿Lucido? Más bien, como dije, lucido en el corazón.
Porque era un sencillo tambor, uno por escuela, marcando el paso de los niños, algunos todavía con pies descalzos. Pero todos relucientes, limpios, con su atuendo azul y blanco, realmente uniforme. Y el sonoro himno de Fernández Ferraz y Campabadal, con su imperativo “¡Sepamos ser libres!”. Las galas quedarían para después.
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