Dios es un Dios de vivos. Los muertos van a resucitar.
Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque muera vivirá. ¿Crees esto?
En el domingo V de Cuaresma, el tercer segmento bautismal nos enseña que, para enfrentar al más temible de nuestros enemigos, la muerte, debemos acudir a Cristo.
Lázaro, amigo de Jesús, vive en Betania. Está enfermo. Pero Jesús no acude a curarle ni atiende las llamadas de las hermanas del enfermo. Sólo dice: “Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”.
La muerte es fruto del pecado que nos derrota y anula. Pero hoy la muerte servirá a Jesús para revelar su misión: él viene a conjurarla. Dios nos da respuesta en nuestra misma naturaleza.
“Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, reprocha Marta. Pero Jesús le dará el argumento divino: “Tu hermano resucitará”, dijo: “Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”.
Creer en Cristo, aceptarlo y asumirlo como Señor y redentor, es imprescindible para la vida eterna. Nos impresiona la respuesta de la mujer: proclama su fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Por ello Jesús anticipa su victoria sobre la muerte.
Pero, “ya huele”, dicen, lleva cuatro días allí, está realmente muerto. Por fin acceden y Jesús, orando al Padre, asume con majestad las riendas de la vida de la que es dueño, y grita: «¡Lázaro, ven afuera!». Y el muerto vuelve a la vida y sale del sepulcro. Tiene los pies y las manos atados
con vendas, y el rostro cubierto por un sudario.
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