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Domingo 24 de abril de 2011, San José, Costa Rica

Francisco Quesada Huete, pintor

De los puntos surgen las selvas

Nicolás Aguilar R.
naguilar@nacion.com

Francisco Quesada Huete no fue un estudiante aventajado, incluso abandonó una prometedora carrera como piloto en una universidad estadounidense.

Pese a ello, era feliz y durante varios años deambuló por la vida como un alma libre, ganándose el sustento en múltiples oficios.

Su vida cambió radicalmente a principios de la década de los setenta, cuando se instaló –más por accidente que por convicción – al pie de una montaña junto al mar, en Sierpe de Osa, Puntarenas.

Allí, sin saber cómo ni por qué, revivió su secreto noviazgo (que aún persiste) con la naturaleza, cuerpo explosivo de colores, sonidos y sabores, especialmente con los árboles, con los cuales se identifica y reinventa.

“De joven iba a alguna exposición y me preguntaban si yo era pintor”, recuerda emocionado y alegre mientras muestra la muñequera negra que lleva en su mano derecha.

“El tiempo no perdona. Antes pintaba más de 10 horas al día, pero este oficio deja secuelas. Ahora me duele la muñeca y paso menos tiempo frente al lienzo”, afirma este artista plástico de 61 años, para los especialistas quizá el mejor exponente de la técnica del puntillismo en Costa Rica.

Esta técnica consiste en poner puntos de colores puros en lugar de pinceladas sobre el lienzo, lo que obliga al artista a permanecer más tiempo de pie. “No tengo trucos. Pintar es como el acto de dar a luz; de parir para una mujer. Pinto con el alma”, exclama.

Respira montañas

Quesada, de barba y pelo blanco escaso –cuidadosamente atado a una colita blanquecina que le cae en la nuca –, se emociona y gesticula con sus manos, rodeado de lienzos y pinturas de diversos tamaños y colores.

“En Sierpe descubrí lo que soy: pintor, un artista comprometido con el medio ambiente. Me interno en las montañas, las respiro, las vivo con intensidad y luego llevo esas imágenes al lienzo. En ese momento siento una euforia, un estremecimiento, un momento mágico que brota como los árboles presentes en casi todas mis obras”, añade como poseído por una fuerza sobrenatural.

Este artista, con casi cuatro décadas metido de lleno en el arte plástico, ve en sus pinturas a hijos de los cuales duele un poco desprenderse. “Procuro que el coleccionista que adquiera mi obra sepa algo de arte, que le de su valor y la cuide como se cuida a un ser querido. Son como un hijo que se me va”, afirma nostálgico.

Sus vástagos, paisajes multicolores de cerradas selvas y costas del Pacífico y Caribe costarricenses, hechos a fuerza de miles de puntos o “manchas”, como prefiere llamarlas, están hoy en día repartidos por el mundo, en galerías y colecciones privadas.

“Yo no soy un buscador de premios, nunca seré eso. Me han dado algunos por participar en alguna exposición pero nada más. No me desvelan”, afirma mostrando cartas de agradecimiento y un pequeño trofeo de vidrio que guarda entre sus reliquias para mostrar con orgullo, como quien presenta a un recién nacido a la vecindad.

Un sueño: morir pintando

Es un hombre sencillo y, pese a su trayectoria de casi cuarenta años en el arte plástico nacional, no se compara con nadie. Tampoco espera homenajes ni premios.

“Deseo que mis obras queden en manos de muchos costarricenses, de mucha más gente. Por eso le pido a Dios que me dé larga vida pero con buena salud para morir pintando...”, afirma.

Francisco Quesada Huete, oriundo de Naranjo de Alajuela, según dice “autodidacta, hijo de una enfermera y un experto en bienes raíces”, es un defensor a ultranza de la naturaleza y su obra pictórica está llena de ejemplos.

“Amo los árboles; están llenos de vida en si mismos. He recorrido todos los parques nacionales del país en busca de imágenes, sonidos y olores que procuro plasmar en mis obras. Lo mío es la naturaleza y eso no cambiará”, sostiene. De hecho, y lo dice con orgullo, casi en voz alta, es uno de los cofundadores de la Asociación Preservacionista de Flora y Fauna Silvestre (Apreflofas). “Los árboles cantan, danzan, hacen soñar”, insiste.

Lo marcó una noche en selva

Tenía entre 12 y 14 años cuando se perdió, junto con unos primos, en una cerrada selva con árboles gigantescos que tapaban el sol y las estrellas, en el cantón de Los Chiles, Alajuela.

Pero no fueron horas de zozobra y terror. Por el contrario, esta odisea lo marcó para siempre y luego le dio un rumbo definitivo a su vida.

“Esa noche dormimos entre las gambas de un árbol gigante y me sentí protegido, abrigado, tibio, a salvo de toda maldad”, recuerda, de pie, pincel en mano, frente a un cuadro de dos metros y medio por dos metros (de gran formato, según dice con orgullo).

En el lienzo se despliega parte de un bosque con árboles que parecen tocar el cielo.

“Yo ando de mancha en mancha, por todo el lienzo, como una mariposa, rebuscando, descubriendo. Plasmo imágenes de mi vida”, añade.

Quedó atrapado por la belleza de la selva donde pasó una de las mejores noches de su vida y, desde entonces, asegura es parte integral de casi todas sus obras, que cantan y danzan, como los árboles...