El encuentro con Dios nos transforma según un modelo supremo: Jesucristo, Hijo suyo, que hoy vence los arrebatos de la naturaleza y camina sobre las aguas. También hoy se nos habla de Pedro que, llamado por Jesús a la obra evangelizadora, percibe en Él virtudes excepcionales. ¿Será acaso el Salvador?
Jesús, luego de multiplicar los panes y alimentar una multitud, se queda solo, orando. Los
apóstoles parten en la barca y por la noche una improvisa tempestad amenaza con hundirlos. El viento y el mar encrespado les aterrorizan.
Pero Jesús viene a ellos caminando sobre las aguas. Su aparición es confusa y hasta creen que es “un fantasma”. Pero Jesús serena sus corazones con una frase muy suya: “Tranquilícense, soy yo; no teman”.
Ellos están desconcertados y miedosos. Y Pedro, pescador y conocedor del mar, ya casi sin
dudas sobre el poder de Jesús, le pide lo insólito: “Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua”. Las aguas eran para los hebreos símbolo de lo desconocido, origen de todo mal. Por ello solo Dios puede caminar sobre ellas. Y el apóstol es sorprendido por la respuesta de
Jesús. Le dice: “Ven”.
De inmediato bajó de la barca y, ¡oh prodigio!, comienza a caminar hacia Jesús. Pero el Apóstol no sabe que no basta con caminar sobre el agua. Hay otros elementos que le desafiarán como creyente en su caminar en fe. Me refiero al mal, representado hoy en el viento, que intentará por todos los medios derribarlo. Con la imprevista amenaza, Pedro duda y empieza a hundirse, gritando: “Señor, sálvame”. Jesús le tiende la mano y lo sostiene, reprochando su falta de fe. Entonces la tempestad se calma. Pedro no ha confiado en Cristo lo suficiente y es vencido por el enemigo.
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