Álvaro Sáenz Zúñiga, presbítero
Abrimos hoy el ciclo bautismal. Por tres domingos, con San Juan, la Iglesia nos mostrará a aquel por quien nos bautizamos, a Jesucristo, nuestro salvador.
Jesús está junto al pozo de Jacob en Samaria. Allí habla a una mujer miembro de ese pueblo rebelde y pagano. Ella es inestable y tiene perturbado su afecto, es mezquina y prejuiciada. Es como la iglesia, inconstante y hasta falta de fe, pero deseosa de encontrar a Dios y vivir su consuelo.
Jesús pide agua a la mujer y ella se la niega. Esto un primer tragaluz: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva.» Jesús es el agua viva que saciaría cualquier sed: la de la vida diaria, la del desierto, y sobre todo la de Dios. Jesús, además, no solo calma la sed sino que también transforma en manantial viviente a quien acuda a Él.
Luego Jesús busca el corazón de la mujer, quiere rescatarla de su inestabilidad. Le pide traer a su marido pero ella le dice no tener. Jesús le dice: «has tenido cinco y con el que vives, el sexto (número imperfecto) ni siquiera es tu marido». El Señor se propone como el misterioso esposo místico, el sétimo, el perfecto.
La mujer empieza a cambiar. Se atestigua un sorprendente ascenso espiral. Ella irá dando pasos adelante y ascendentes, completando más y más su comprensión de Cristo.
El Maestro ve su capacidad de entrega su deseo de conversión. Ella aprende: que la salvación es universal.
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