A los 13 años –cuando entró al colegio– decidió que quería probar la marihuana; a los 14, la cocaína y el alcohol; a los 15, “chinos” de cocaína; un año después, “chinos” de piedra y finalmente, crack en tubo, a los 17.
“Kimberly” no terminó el colegio, pero ver a sus compañeras fumar marihuana la llevó a querer intentarlo.
Al inicio, era una experiencia exclusiva en fiestas durante los fines de semana. Conforme avanzó el nivel de las drogas que probaba, incrementaba su dependencia.
“Llegaba a la casa, me bañaba y volvía a salir para seguir consumiendo”, recuerda sin tapujos.
El dinero era lo de menos; siempre había manera de conseguirlo, ya sea robándole algún menudo a su mamá o mediante la prostitución.
Al final, gastaba ¢60.000 por semana en drogas. Alquilaba un cuarto de hotel con su mejor amiga, compraba whisky y se sumergía “en el viaje”.
La mente no la dejaba en paz. Los problemas en su casa eran constantes y en algunas ocasiones, la corrieron. Incluso durmió una noche en la comisaría.
“Yo no controlaba las drogas; ellas me controlaban a mí”, dice esta joven, quien hace casi dos meses decidió internarse en un centro de rehabilitación.
Ahora tiene 19. En 15 días regresará a su hogar en Barrio México, por lo que se fija la meta de no volver atrás a reencontarse con su mundo. Sus ilusiones son dos: “Terminar los estudios y vivir feliz; sin consumir”.
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