Cuando alguien se ve afectado por angustias o enfermedades, buscamos soluciones hasta descabelladas para ayudar.
Pero no vemos la manera óptima de un creyente para ayudar a otros a liberarse de cualquier esclavitud o situación extrema: Jesucristo, el Señor. Si creemos en Él, debemos convencernos de que Él es quien me levanta de la postración, expulsa mis “demonios”, me saca de la angustia a la que me encadené yo mismo.
Jesús, el nuevo Moisés, va a Cafarnaum. En la sinagoga ve a un hombre que está arrinconado y decide sacarlo de su tristeza, devolverle su dignidad. Nada pidió aquel hombre a Jesús, al menos verbalmente, aunque quizá su plegaria silenciosa estuviera siempre ante el trono de Dios. Y fue escuchado, recibió la libertad. Claro, es libertad costosa: volver al trabajo, atender responsabilidades, amar a los demás. Jesús le cambia el estilo de vida, le hace renacer, a él y a todo aquel que le busque con sincero corazón.
Nos llama la atención que mientras el hombre callaba en su miseria, el demonio que lo poseía, sacudido por aquella presencia, no solo reconoce a Jesús como Señor y lo declara Hijo de Dios, sino que acepta derrota y la deja en paz.
Nos azota una crisis muy grave. Y no es solo económica. La crisis nos ataca hasta en los más leves detalles: integridad, seguridad, paz, fe. Nos satura y agobia. Y aunque vivimos derrotados, nos rehusamos a cambiar de modo de vida y comportamiento. No queremos entender que es impostergable transformar el corazón.
Debemos volver los ojos hacia quien puede librarnos de nuestros “demonios”, a Jesús, Hijo de Dios. Ante Él tiembla la oscuridad. Hoy no hablamos de posesiones demoníacas, pero si de desórdenes, de decisiones mal tomadas, abusos, ríos de envidia y codicia, violencia y odio, de especulación. Debemos aceptar a Cristo si queremos salir de la crisis.
Pero aceptarlo nos complica, porque supone asumir el evangelio, es decir, la conversión del corazón. La verdad es que nos dará una paz insustituible.