Igual que doña María Eugenia Díaz, la mamá de Franklin Chang, connotado astronauta y científico, yo no dejo de deslumbrarme ante los aciertos y desconciertos tecnológicos de nuestro tiempo.
Ella con sus 84 años y yo con mis 51, tuvimos el privilegio de darle al mundo un par de ciudadanos en la misma fecha, solo que en diferente año: Franklin nació, como mi hija un 5 de abril y eso nos hace aliadas en la crianza de dos seres extraordinarios.
Su hijo ha ido en busca de las estrellas. La mía me ha hecho verlas de cerca con sus ocurrencias que no cambiaría ni por un segundo, ni por otra hija, ni por otra vida.
Doña María Eugenia dijo el otro día que ella no dejaba de sorprenderse con los logros extraplanetarios de su bebé y que le pedía a Dios más vida para seguir viendo qué seguía en las páginas de éxitos de Franklin.
Aunque mi hija no es astronauta, yo tampoco dejo de pedirle a Dios más añitos para verla realizada en lo suyo y tampoco dejo de asombrarme ante los adelantos que me permiten comunicarme con ella por medio de una tableta cuando está muy lejos y teletransportarnos en la voz y en los sentimientos sin alambre, sin sellos postales, sin papel y ni tinta.
Somos privilegiadas doña María Eugenia y yo, por compartir una época en que vivimos un mundo de guerras y tiempos de paz, donde en solo cincuenta años ha pasado todo.
Y también somos privilegiadas por tener ella en Franklin y en sus otros hijos y yo en mi hija, la dicha indescriptible de tener críos tan inquietos y despiertos.
Como decía mi mamá: “los mansos heredarán la Tierra; los otros iremos a las estrellas”.