Presbítero
asaenz@liturgo.org.
Desde siempre, y hasta entrado el siglo XX, la humanidad vivió aterrorizada por la lepra. El problema de la lepra era que es muy difícil saber cuando y cómo se contraía o contagiaba.
Para proteger a la gente, la ley hebrea determinó que cualquier que tuviera erupciones en la piel fuera considerado leproso, se le excluyera de la comunidad y anunciara su presencia por las calles. El enfermo, pues, recibía doble castigo: el mal que lo mataría lentamente y, una muerte adelantada en la comunidad porque ahora es un proscrito. La lepra era vista como impureza.
Al leproso del Evangelio lo empuja su desesperación. Acaso Jesús se compadezca de él y le ayude. “Si quieres, puedes limpiarme”, son sus palabras. No exige, no presiona, solo ruega por compasión.
Y, qué cosa, el Señor, no sólo se conmueve por sus palabras y le atiende, sino que hace cosas para muchos inaceptables: extiende su mano y lo toca. Además del riesgo de contagio, Jesús transgrede la ley y queda “impuro”. Pero Él busca a la persona. Y confirma sus gestos con palabras del Dios-Amor. Sale en auxilio del excomulgado para darle una oportunidad. Dice: “Lo quiero, queda limpio”.
Lo que sucede no nos sorprende. El hombre recibe la salud y con ello la posibilidad de unirse a su familia, al pueblo, al trabajo; recupera su dignidad de persona, de hijo de Dios. Amado por Dios, ha sido sanado por Dios. La curación expresa la compasión de Jesús que salva a los caídos por el pecado, los que vivimos en sombra de muerte, los excomulgados.
Es él quien nos restablece, nos da esa nueva oportunidad y nos pide solo creer en él. Lo grandioso es que su regalo es una salud que supera lo físico y llega hasta lo eterno.
Jesús viene a sanarnos y, sin importarle las críticas, comparte con enfermos, publicanos y pecadores, nos da la mano y nos devuelve la dignidad perdida. En Jesús cada uno es abrazado y acogido como el hijo pródigo porque Él ha hecho desaparecer la condena que pesaba sobre nosotros.
Los borucas no paran de hacer sus “diabluras”