Presbítero
asaenz@liturgo.org.
El primer domingo de Cuaresma la Iglesia nos recuerda a Jesús que, luego de su bautismo, va al desierto y allí es tentado por Satanás. La propuesta de San Marcos es breve y concisa, casi imperceptible. Al reflexionarla descubrimos enormes riquezas.
En el desierto Jesús vive una experiencia muy reveladora. Él va allá impulsado por el Espíritu Santo. Vive allí lo que vivimos todos nosotros. Como Jesús, cada bautizado va al desierto de la vida a experimentar las angustias cotidianas, hablar con Dios y enfrentar la vida humana.
Posiblemente el desierto nos resulte un sitio exótico, desconocido. Pero la Palabra lo iguala a la vida en que fallamos o acertamos, hacemos o no el bien, nos realizamos como personas o nos abandonamos. Además, plantea el desierto como el sitio ideal para encontrarnos con Dios. Allí no hay distorsiones ni distracciones, un espacio abierto donde no podemos ocultarnos.
El desierto es además el sitio en que se nos somete a la prueba. Allí me enfrento conmigo mismo, y en esa búsqueda tropiezo inevitablemente con Satanás, el que intenta siempre frustrar en mí el proyecto de Dios, el que miente desde el principio. El tentó y venció al primer ser humano y hoy se atreve a tentar al Hijo de Dios hecho carne.
Pero Jesús superó la prueba. Viene a establecer la alianza nueva y eterna, la culminación de aquella que Dios estableciera con Noé. Jesús vence y hace la armonía con los animales silvestres y los ángeles le sirven. Así debe ser nuestra vida: recorrer el camino de la vida enfrentando al enemigo y vencerlo, convivir con todos y ser servido por los ángeles, sabiendo que uno ya venció la batalla contra el enemigo, hiriéndolo de muerte. Como Jesús, hemos sido capacitados para vencer al enemigo.
El reino de los cielos está ya próximo. El reino es el mismo Jesús, expresión absoluta del amor de Dios por nosotros.