Periodista
Había una caja rectangular con números y el chofer halaba un mecate cada vez que subía un pasajero. A mí me gustaba el “clíck” que ponía una nueva cifra en el marcador.
Lo que no me gustaba era el trompo, porque primero con tres palos y después como alas de mariposa, era mi terror de infancia porque mamá implacable para no pagar mi pasaje ordenaba: ¡Agáchese! Yo pedía misericordia con mi mirada, pero la economía familiar exigía mi sacrificio y de panza en aquel piso inmundo, me restregaba contra el suelo como soldado en trinchera, sabiendo de antemano que el viejo mito de “si pasa la cabeza, pasa el cuerpo, no aplicaba, e invariablemente me quedé pegada con la varilla de aluminio como el dedo de Dios clavada en la columna vertebral.
Yo solo veía al Corazón de Jesús sobre el parabrisas que se iluminaba con un par de bombillas cuando la gente tocaba el timbre, a ver si se apiadaba de mí, pero Él seguía mirando hacia la nada con sus destellos intermitentes.
El tiempo trajo las cajas recaudadoras como faroles de lata que siempre beneficiaron al empresario y nunca al usuario porque las bandidas nunca daban vueltos.
Los mecates que se halaban para que el bus se detuviera, como eran como de liga, hacían que la chicharra sonara hasta que uno tenía el cable en los pies. Para entonces la parada había quedado atrás y póngale bonito a caminar.
¿Hay más? ¡Sí! Todo mi pueblo tiene historias que huelen a diésel, a monedas tintineando, a rótulos regañones apuntados en la lata y a apretasones que se corren en la varilla. Mi historia viaja en autobús y grita: ¡Esquina!