Presbítero / asaenz@liturgo.org
El joven rico es un excelente ejemplo del Evangelio. No sabemos su nombre ni lo volvemos a ver. Pregunta a Jesús qué debe hacer para heredar la vida eterna. Jesús le recuerda los mandamientos y el joven responde altisonante: “todo eso lo he cumplido desde mi juventud”.
Jesús, entonces, para perfeccionarlo lo mira con amor y le señala lo que falta: deshacerse de todo y seguirlo. En la Biblia las palabras son importantes. Hoy nos sorprende que Jesús use cinco verbos con este muchacho (con Mateo usó uno solo). Al joven le dice: “Ve, vende, dalo, ven y sígueme”.
Pero el joven, que “poseía muchos bienes”, se aleja pensativo rechazando la propuesta. Jesús sentencia: “¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!”
Las riquezas, que muchos ven como signo de bendición de Dios, a veces más parecen maldición, porque nos atrofian el corazón, ocupando el espacio que pertenece a Dios. Jesús ilustra esa dificultad del rico respecto al reino con el ejemplo del camello y el ojo de la aguja. Hay dos interpretaciones para la comparación: que “aguja” sea la puertecita en la gran puerta de la muralla, o que “camello” sea un grueso mecate que se usa para amarrar barcos. Con la primera opción, el camello solo podrá entrar si le quitamos la carga y lo doblegamos. Si camello fuera mecate, la única forma de meterlo en la aguja sería quitándole grosor. Ninguno de los dos casos supone exclusión definitiva pero si establece que la opción para entrar en el reino de los cielos nos obliga a reducirnos a lo esencial, eliminar lo que sobra: presunciones, ambiciones, odio, envidia, codicia, violencia, corrupción, agresión. La riqueza me puede llevar al infierno, debo aprender a usarla para que no me corrompa el corazón.
Dejarlo todo por Cristo nos abre paso al reino y Pedro oye de Jesús la doctrina esencial: si invertimos nuestra vida presente sirviendo al reino, si nos consagramos a Cristo, obtendrá en el mundo futuro la Vida eterna.