A las 10 a.m. del miércoles 18 de julio unas 50 personas, la mayoría hombres de aspecto relajado, casi todos con más de 65 años, se acomodan en sus lugares preferidos en el bulevar entre el Club Unión y la sede de Correos de Costa Rica, en San José.
Un enjambre de palomas va y viene picoteando hambrientas desde zapatos hasta bolsos, todo lo que encuentran “comestible”.
A su paso van dejando plumas y una lluvia de cuitas que causan malestar a parroquianos quienes buscan pañuelos para limpiarse.
Aquí se ríen a carcajadas y hablan en voz alta. No hay rostros largos ni discusiones inútiles.
Algunos hombres se saludan efusivamente con apretón de manos y tremendo abrazo, como si el tic tac de sus vidas amenazara con detenerse para siempre en cualquier momento.
Muchos hablan al mismo tiempo, en medio de la gritería de vendedores ambulantes anunciando desde tarjetas telefónicas hasta patí y maní garapiñado, pero tampoco hay quejas ni malos tratos.
Aquí se vive una especie de desorden consentido por personas a quienes veo “matar el tiempo”, felices y extrañamente serenas.
Un hormiguero humano
Este estratégico sector, de solo 100 metros de largo, es paso obligado para cientos de personas, quizá miles, quienes cada mañana corren a sus sitios de trabajo o centros de enseñanza.
Es punto inevitable para los que se dirigen hacia los alrededores del Parque Central, Mercado Central, hospital San Juan de Dios, o bien hacia el este, a Cuesta de Moras o al hospital Calderón Guardia, para mencionar solo algunos lugares de la agitada vida de los josefinos.
La procesión de toda clase de personas, desde apurados trabajadores y estudiantes, hasta mendigos esclavos del crack y muchos alcohólicos, empieza desde las 5:30 a.m. y no cesa hasta mucho después de las 8 p.m. cuando desaparece como por arte de magia.
A partir de ese momento, esta franja de concreto en el centro capitalino se torna sombría y triste.
Esqueletos vivientes, sin fortuna ni casa que osan quedarse, son obligados por la Policía a buscar otro lugar para pasar la noche.
Solo las palomas, que de día se asolean y juegan en la cabeza y a los pies de la escultura de Juanito Mora, se apretujan entre las ramas de los árboles más altos.
Lugar de reencuentros
Mientras un negro con brazos de acero y mirada buena ofrece a gritos tarjetas telefónicas, a cinco metros de distancia un predicador vestido con una túnica celeste me recuerda a Jesús por la forma de su barba y sus gastadas sandalias. Yo lo veo caminar resuelto hacia el centro de la plaza para iniciar su evangelización.
“Muchos salen corriendo cuando empiezo pero no me importa. La Palabra de Dios, el mensaje del Padre celestial, lo recibe solo quien lo tiene en su corazón”, me dice Greivin Vindas, quien dejó un año atrás su trabajo como vigilante privado para “entregarse de lleno a los caminos del Señor”.
Yo lo veo detenidamente. Me llama la atención su serenidad. De pronto también me recuerda a alguno de los 12 apóstoles que acompañan a Jesús en el popular cuadro de la Santa Cena que luce en muchos hogares católicos.
Greivin parece orar unos segundos en voz baja y de pronto saca una Biblia de tapas rústicas de un bolso de tela similar a los que usaban los hipies. Ahora camina hacia un sector donde varias personas; la mayoría de la tercera edad, conversan alegremente.
Están sentados, según supe, en un sitio conocido como “la banca de las palomas muertas”.
Miro al piso de concreto y efectivamente hay varias aves enfermas, algunas con pelotitas muy desagradables cubriendo sus ojos. Están ciegas y agonizantes.
Habla fuerte, casi en las narices de su “rebaño”, pero a nadie parece importarle. No le dan “pelota” al pobre evangelizador que decide cambiar de estrategia.
Entonces levanta sus brazos y su voz para advertirles que deben prepararse porque se acerca “el fin de los tiempos” y les recuerda que “solo en Dios hay salvación”.
A mí me parece que nadie lo escucha, que a nadie le interesa su réplica, pero estoy equivocado.
Entre la gente, a unos dos metros del Pastor, una mujer madura –le calculo 55 años – abre su sombrilla para protegerse del sol mientras sostiene a un inquieto niño de unos tres años.
Me le acerco despacito, con el carné de Al Día en mi mano derecha en alto, para evitar que me confunda con algún rufián y me de un sombrillazo en la cara.
Ella responde con amabilidad y sonríe. “Es un predicador educado y habla bien. A veces llegan otros muy agresivos y se pelean con la gente, eso no es bueno”, exclama Jazmín Rosales, vecina de Tibás, quien anda de paseo con Gabriel Salamanca, su avispado nieto quien me mira con curiosidad enseñándome tres dedos para informarme de su edad.
Tertulias de pensionados
Los otros siguen en lo suyo; hablan acerca del vecino que se murió anteayer, de tomar guaro, de las infidelidades de “Juanita” y del “sinvergüenza de “Pepito”, quien rehusa trabajar y es mantenido por su nueva esposa (se pegó la lotería el condenado), una paciente enfermera pensionada.
“Yo vengo a gastar el día, la vida es corta. Aquí me veo con la barra de mis amigos, todos viejos pero felices”, asegura Miguel Hernández Zúñiga, de 86 años.
A su lado, Juan Rafael Arias Solís, de 70, me sonríe como un niño travieso y lanza su primera verdad, como un dardo.
“Mire muchacho, aquí solo hablamos de enfermedades y de remedios. También aprovechamos para ver a las muchachas, uy, pasan unas bellezas que ni le cuento pero la verdad es que ninguna nos da pelota, somo los invisibles”, exclama riendo a carcajadas.
Más allá, otros jubilados me miran sin decir nada y cuchichean entre ellos. “Aquel es cachero, hace zapatos”, añade Arias señalando a un hombre que, como estos dos, aparenta menos edad.
Es Manuel Chaves Sojo, de 68 años, “el carajillo del grupo”, quien dice pasar las mejores horas del día precisamente aquí, frente al Club Unión, aunque tenga que sortear cuitas de palomas.
“Nos tenemos un cariño y un sentimiento muy profundo porque somos personas mayores. Aquí vacilamos mucho”, agrega.
Por momentos parecen niños y no dejan de bromear. “Yo no le tengo miedo a nada solo a la viagra porque a mi edad se me puede parar pero el corazón”, dice Arias.
Más de 300 siglos juntos
Juntos no son dinamita, lo aceptan con grandes risotadas, pero se divierten. Juntos suman más de 300 años... Son una docena de hombres, todos jubilados, quienes se reúnen casi a diario en el llamado bulevar del Club Unión y Correos de Costa Rica solo para conversar y “matar el día”.
“Si me quedo metido en la casa de seguro me muero rapidito”. “En la casa joden mucho” o “aquí vemos unas preciosuras pasar”, son algunas de las frases más escuchadas entre estos alegres y entrañables amigos.
“En mi juventud tomé mucho guaro pero hace 24 años que me retiré de todo y ahora la paso bien con mis amigos”, afirma Carlos Antonio Chacón Monge, de 76 años.
Reconoce que se pasan horas “descansando la vista” con “las bellezas que pasan pero nunca les decimos nada porque somos respetuosos”. El mayor de todos es Miguel Hernández, de 86 años, oriundo de Juan Viñas de Jiménez, Cartago. “Me vine joven buscando trabajo y me quedé en la capital. Ahora gasto el día con mis amigos”, exclama.
Aunque parece serio, es dicharachero y alegre. “Una vez al mes salimos todos y nos tomamos unos tapis”, dijo con un brillo infantil en sus ojos.
El negro de las telefónicas
Julio Sánchez tiene 65 años y es quizá una de las primeras personas que llega cada mañana a esta transitada zona de la capital.
“Siempre me levanto temprano y a las 4:45 de la mañana ya estoy aquí ofreciendo mis tarjetas telefónicas, de esto como”, me dice con voz ronca y severa.
Es un robusto, de aspecto serio pero divertido.
“Por aquí pasan muchísimas personas, hay muchas paradas de bus cerca. Claro, no todos compran, las monedas ya no le alcanzan a nadie y tengo que pulsearla duro”, sin dejar de mirar a todas partes en busca de clientes. Según Sánchez es un sitio seguro, frecuentado por policías y casi nunca pasa nada malo.