Presbítero / asaenz@liturgo.org
Las parábolas le permitieron a Jesús comunicarse mejor con la gente sencilla. El lenguaje no es preciso, depende la comprensión del oyente y limitado por el signo utilizado, pero abre buenas opciones al que la recibe. Hoy Jesús usa la imagen de la semilla para comparar el reino de Dios.
Nada más vigoroso que la vida, que se abre paso sin importar las barreras.
La vida vegetal nos fascina. En corto tiempo lo que sembramos da fruto.
Jesús dice: “El Reino de Dios es como la semilla que un hombre echa en la tierra” y que no importa si se sienta junto a ella o si la deja sola, “germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”.
Especialmente hoy cuando la obra de Dios se dificulta y que la evangelización enfrenta la desigual competencia de los miles y miles de recursos que el mundo inventa y parecen dejar atrás nuestros intentos, la parábola nos asegura que, a pesar de todo, el reino seguirá creciendo, porque no depende de nuestras fuerzas sino de las que Dios le ha impregnado y que, conjugadas nuestra voluntad, producirá “primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga”.
Jesús compara el Reino con un grano de mostaza. Es una semilla muy pequeña, pero cuando se la siembra “crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra”. Así aprendemos que el Reino surge de cosas muy pequeñas y crece con los recursos que Dios le brinda. Por otro lado, el árbol con que se compara el Reino tampoco es un roble inmenso, una secoya legendaria.
El Reino no viene a “apantallar” al mundo, con prepotente luminosidad porque no es de este mundo. El reino es una propuesta de fe y de amor y nos le acercamos atraídos por su calidez, su hospitalidad, su sencillo resplandor, precisamente para extenderlo sobre la superficie de la tierra.