Periodista
Es viejo, canoso, delgado. Uñas un poco largas pero muy cuidadas y sobre todo limpias. Llueva o haga sol, lo encontrará sentado en el primer tramo de gradas de la vieja iglesia de Nuestra Señora del Carmen en San José en medio de cerros de estampitas de cuantos santos o candidatos a serlo existan en el santoral oficial.
Si se fija en sus ojos, siempre parece asustado, pero no lo está. A través de sus lentes de aros reparados, pueden verse unas pupilas grisáceas que han visto mucho y que ya no se asombran de nada.
- ¿A cuánto la de San Pancracio?
- A cien. Todas valen lo mismo. De por sí los santicos no cobran por hacer los milagros...
- ¿Tiene la de San Judas?
- Se acabó. Mañana sí hay, es que viera a ese cómo lo piden...
Le pago con uno de mil y un poco angustiado me dice que no tiene vuelto, que no me preocupe: si no tengo plata, que igual me las lleve. De por sí a él Dios, siempre después se las paga.
Pero Dios a veces paga al contado porque le dejé el vuelto y un pan dulce.
En medio del negocio aparece un indigente y el viejito le da cien pesos de su propia bolsa. ¡Vaya lección! Él no tiene nada y lo tiene todo.
El dinero no hace la felicidad pero a la tristeza le encanta que la maquille para simular que la pobreza duele menos.
Sin embargo, hay gente-luz en las esquinas recordándonos el sentido que tiene la vida y que somos ángeles de una sola ala que debemos volar abrazados.
¿Que si se cumplieron los milagros? No importa. Dios los hace y los paga.