Costa Rica no queda a 2.810 kilómetros de Charlotte, como indican los cálculos satelitales. Puede quedar muchomás lejos.
Puede quedar a once, a quince, a veinte años sin regresar a la patria, a distancia de recuerdos, añoranzas, a días de historias contadas a los hijos pequeños –nacidos en Estados Unidos- sobre la tierra de papá y a mamá.
Costa Rica definitivamente no queda a 2.810 kilómetros de Charlotte. Puede quedar también mucho más cerca.
Puede quedar, por ejemplo, a un apretón de manos, a un “pura vida”, que significa mucho más aquí que dicho en automático en San José, a un gallo pinto, aunque no igual parecido al de años atrás, metafóricamente “arroz gringo, con frijoles ticos”, en boca de los ticos de Lincolnton, felices de la vida con el juego de la “Sele” contra El Salvador.
Costa Rica puede quedar tan lejos de Charlotte como la esperanza de algunos por conseguir visa, pero tan cerca como la sentida frase “algún día voy a volver”.
Es solo un día de vuelo, pero puede ser tan largo como el funeral de la madre (como uno hace tan solo dos meses), al que un tico sin papeles no puede asistir. El que sale no regresa y aún no es tiempo de volver, con hijos terminando la secundaria. ¿O debo decir la “High School”?
Son ticos en el “sueño americano”, algunos con muy buena fortuna, otros no tanto, pero todos, sin importar los goces y las desventuras, con algo que añorar.
La “Sele”, por increíble que parezca, de pronto encarna los 51.100 kilómetros cuadrados de Costa Rica, el casado con arroz, frijoles, plátano maduro y “bisteck”, la taza de café, los domingos de fútbol tico, los familiares, los amigos, las mejengas. La “Sele” se convierte en el pretexto para vestir todos “la roja”, ir al estadio, gritar el “oooe oeoeoeoe tiiicos tiiicos!” como si fuese la frase mágica, el “abracadabra” que en un dos por tres les transporta el corazón a su patria.
Unos sonríen plenos, otros no pueden evitar un momento de ojos vidriosos, todos confirman que Costa Rica no queda a 2.819 km de Charlotte.