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Domingo 26 de junio de 2011, San José, Costa Rica

Evangelio de hoy

Álvaro Sáenz Zúñiga

presbítero a/saenz@liturgo.org.

Hoy celebramos la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

Alguno pensará que cuando Jesús se llama “pan de Dios” hablaba simbólicamente, pero no es así. Él aclara: “El que coma de este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”.

Muchos se preguntarán: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Desde siempre, la Iglesia tuvo problemas con la presencia real de Cristo en el pan y el cáliz. Incluso, el Imperio Romano nos acusó de caníbales, porque “comíamos ‘carne humana’”.

No entendían que no era carne física, sino que Jesús alimentaba a los suyos por el sacramento de su entrega: su carne mediada por el pan y su sangre por el vino. Esta cena es el signo de los cristianos desde la resurrección.

Jesús también dice: “si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no

tendrán Vida en ustedes”. Esto suena feo y supone exclusión. Hoy no queremos saber de exclusiones, que se pretenda excluir a nadie por la fuerza de donde quiere estar. Pero tampoco es realista querer obligar a alguien a quedarse donde no quiere estar, creer lo que rechaza, aceptar lo que cree es falso. La Eucaristía no excluye. Yo me excluyo cuando me niego a creer.

Si Jesús dijo “mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”, creámosle a Él, el Hijo de Dios.

La Eucaristía une lo humano y lo Divino. El Dios hecho carne quiere ser comida, entrar en

nosotros y transformarnos. Jesús nos da el milagro de su presencia para actuar en nosotros, pero es claro que comer de ese pan supone fe, y comer creyendo nos dará la vida eterna. Celebremos a Cristo nuestro pan, comamos su cuerpo y bebamos su sangre, que actúe en nuestra vida y nos de la vida eterna. Y vayamos con él por las calles aclamándolo: “Tú eres Señor, el pan de vida”.