No sé si los cocodrilos lloran o solo lubrican sus ojos para protegerlos del agua sucia donde habitan parcialmente.
No sé si “Pocho”, único cocodrilo domesticado y cuya fama dio la vuelta al mundo al lado del “Tarzán tico”, lloró cuando lo hirieron de un balazo en el ojo izquierdo o de emoción cuando Chito, el hombre que lo rescató de la muerte, lo adoptó, lo curó y a punta de amor, lo convirtió en su mejor amigo.
Pero sí sé que las lágrimas que derramó Gilberto “Chito” Sheden cuando encontró a su compañero sin vida en el estanque donde trabajaban juntos impartiendo una arriesgada lección de confianza y amistad, no fueron de cocodrilo.
Vi a un hombre sufriendo un duelo genuino; a una familia afectada por la pérdida y el dolor y a una comunidad muy triste por el final de una aventura que los hizo visibles al turismo y a los medios de comunicación.
En todo caso, rescato nuestra habilidad para conmovernos ante esas curiosas cosas y la antepongo a la indiferencia y la frialdad con que en otras latitudes observan el atropello de una niña de dos años a la que un camión le pasa por encima y sigue su camino y al verla moribunda en la calle, varios peatones continúan en su rutina como si se tratara de una bolsa de basura.
Ahí, mi capacidad de asombro, sube a mil contrastada por ambos hechos y por eso digo: no sé si los cocodrilos lloran, pero sí sé que los humanos podemos y debemos hacerlo para expresar nuestra ira, emoción, impotencia, tristeza o indignación, en lugar de quedarnos como estatuas de sal, impavidos ante el horror.
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