La Epifanía es muy importante para los cristianos orientales. Es como nuestra Navidad. En ella celebramos el momento en que el mundo supo que Jesús, nacido de la Virgen, es el redentor universal. Epifanía es “manifestación”, es decir, Cristo se manifiesta como Salvador universal.
Los días del nacimiento de Cristo son los de Herodes el Grande, rey de los hebreos que, sin ser hebreo, quiere aplastar cualquier competencia.
A Herodes llegan unos magos. Para la época “mago” supone “sabio”. Vienen “de oriente”, son extranjeros. No se indica número. La tradición habla de tres, siete, veinte y más. La Iglesia, por lo dones, supone son tres y hasta se les puso nombre: Melchor, Gaspar y Baltazar.
Y está la estrella. En Oriente, un astro nuevo indica un acontecimiento, que nace un rey, por ejemplo. Los magos, conocedores del firmamento, ven el astro e intuyen el suceso. Dejan su mundo para buscar al que ha nacido. Como buscan un rey, van al palacio de Jerusalén, y allí se enteran de que la corte no sabe del rey nacido.
Los magos empiezan a aprender. Quizá el rey que ha nacido es diferente. No es claro, ni para ellos ni para las autoridades. Y es que el anuncio profético sobre el rey-mesías no indica Jerusalén como cuna. Miqueas asegura que nacerá en Belén de Judá. Los magos siguen camino y de nuevo los guía la estrella hasta la cuna del Niño.
Y hay otro elemento: los tres regalos que los magos dan a Jesús en Belén. Oro, incienso y mirra. Los Padres de la Iglesia los han interpretado como la síntesis de la realidad de Cristo. El oro, nos dicen, es por ser rey. Recibe incienso porque es Dios, –los mismos magos se postrarán en su presencia–. Y le dan mirra. La mirra la usan los orientales para embalsamar cadáveres. Así se confirma que este rey, que a la vez es Dios, es también humano y mortal.
La Epifanía de Cristo reafirme nuestra fe y consuele nuestro corazón con la luz de la Buena Noticia: ha nacido nuestro Dios y Señor, se ha hecho hombre para anunciarnos el amor del Padre, pero también para morir por nosotros.