Periodista
Cuando observo la discusión que se ha hecho en torno al contenido de las loncheras y la oferta de la sodas escolares, la prevención de la obesidad desde el centro educativo y la buena nutrición que deberíamos integrar a la dieta de nuestros niños, no puedo dejar de acordarme del bollito de pan con mantequilla que me envolvían en el mismo papel asedado en que venía y que llenaba mi bultillo de cuero de vaca de olor a desayuno casero y pueblerino.
En aquellos días (no hace muchos por si piensan que es viejera), íbamos a clases en seco. Bajábamos el pancillo con “fresco de perro” es decir, agua. Nada de fuentes aptas para humanos. La tomábamos de la misma pila donde lavaban el “paloe’piso”, oliendo a mecha húmeda y a jardinera.
En la escuela pública, a la que tuve el privilegio de asistir para aprender las reglas básicas de urbanidad y convivencia, además de leer y escribir, en los recreos nos tirábamos el pan con mantequilla así nada más.
De vez en cuando hacían “ventas” entre los grados para recaudar fondos para la fiesta de la alegría y entonces sí, había que rendir la pesetilla para un gallito de huevo duro con repollo y tomate, un queque seco, un fresquito de frutas o un arroz con leche, todo enviado desde las casas con el mayor cuidado y esmero.
Sí había uno que otro niño obeso, pero la mayoría éramos firuliches, pues la dieta no daba para “inflaciones” y mucho menos de las carne.
Dice Tatica Dios en alguna parte que “no solo de pan vive el hombre”, pero mi generación a punta de bollitos, le metió el “diez con hueco” a las Escrituras y sobrevivió, así sin más.