Entre la clandestinidad y lo público, cuando los rayos de sol se asoman, las aceras y bulevares josefinos se llenan de rostros morenos en busca de sustento.
“¡Tres en mil los jabones!”. “¡Lleve la película a mil!”.
Así comienza una larga jornada en la que las horas se hacen eternas, las cuerdas vocales se gastan y el estómago no para de crujir.
Como si se tratara del juego “del gato y el ratón”, los vendedores ambulantes ofrecen las más variadas mercancías a todo pulmón, hasta que... “¡Ahora sí, viene!”. Se acerca la Policía Municipal y en un abrir y cerrar de ojos, los improvisados “chinamos” desaparecen.
Para Yolanda Betanco, una nicaragüense de 60 años, el bulevar de la avenida 4 (San José) es su única alternativa.
“Esto es un martirio. ¡Vieras cómo llego en la noche! Toda estresada; agotada. ¿Pero qué? Yo lo tengo que hacer. Soy una adulta y nadie me va a dar trabajo”.
En una bolsa plástica carga seis six-pack de jugos. Tarda entre dos y tres horas en venderlos y les saca ¢1.500. Lo usual es que se vaya con ¢10.000 en el bolsillo.
Sobre la misma avenida, a un costado de la Catedral Metropolitana, Rafaela Cerdas, cuatro años mayor y de la misma nacionalidad, vende medias y licras.
Tras sus lentes oscuros oculta la tristeza al relatar que emigró a Costa Rica por las represalias del Frente Sandinista, que acabó con la vida de su esposo hace casi cuatro décadas.
Los años de vivir en Costa Rica no la hacen acreedora de una cédula, pues le dicen que requiere algún vínculo.
Aunque muchas veces se siente perseguida cual delincuente, reconoce que los oficiales rondan la capital con el mismo objetivo: “pellizcar los frijoles”.
La conversación se interrumpe cuando aparecen prendas azules con una franja verde fosforescente, propio de los uniformes de la Policía Municipal.
Los vendedores se disipan y el silencio regresa.
Pugna diaria
Son las 11 a.m. Parejas de oficiales municipales tienen cubiertos todos los sitios que frecuentan los expendedores.
No es para menos. La Sala IV falló a favor de Rafael Ángel Paniagua Sáenz, un ciudadano que se cansó de que los chinamos nómadas obstaculicen el paso peatonal, sobre todo a personas como su hermana, quien tiene una discapacidad visual.
La Municipalidad de San José y el Ministerio de Seguridad tienen hasta marzo para erradicar a los vendedores de las calles.
Sin embargo, los furtivos comerciantes no parecen tener miedo a la Fuerza Pública.
A los ambulantes que se estacionan entre los bancos Nacional y Central, los agentes policiales les parecen inofensivos y ni siquiera esconden sus mercancías cuando se avecinan. Es un buen lugar para conseguir copias de las películas del momento.
¡Liquidación por controles de la muni!, grita uno de los hombres. ¡Aproveche, última semana!, responde una de sus coterráneas. Todos ríen.
Esto no calma el enojo que siente Evelyn Castillo, otra nicaragüense. Ella está convencida de que si el pueblo tico no quisiera tener ventas ambulantes, no les compraría. Hasta los peatones les avisan cuando vienen los agentes municipales.
Esta comerciante deambula por el corazón de la capital desde octubre; ya no quiere volver a limpiar casas. De ella dependen cuatro hijos. El de 14 años la acompaña durante las vacaciones. Le ayuda a vigilar y ha huido varias veces con los productos.
“¿De qué sirve que tengamos miedo si tenemos hambre? ¿Cómo quieren que pongamos a nuestros hijos a estudiar si no nos dejan trabajar?”, cuestionó con el ceño fruncido.
A ellos, la estrofa del Himno Nacional “vivan siempre el trabajo y la paz” no parece hacerles justicia. Les tocó la cara oscura de la moneda. “Voy a seguir vendiendo. Que Dios me ampare”, implora Yolanda Betanco.
Los dilemas
Por mandato de la Sala IV
La municipalidad robustecerá su estrategia de vigilancia en bulevares mediante operativos conjuntos con el MSP.
Piden cumplimiento
Las autoridades municipales afirman que la Fuerza Pública no ha colaborado con la labor.
Aceras colapsadas
Algunos ambulantes son subcontratados por otros comerciantes que los envían a la calle a revender.