Abuelita era de campo y amaba tener gallinas. Tenía un montón. Un día alguien le regaló un huevo de carraco (dícese de pato) y ella con curiosidad y el deseo de que el polluelo naciera, le encaramó el huevo a su gallina “culeca” (algunos dicen “clueca”).
Al tiempo cumplido nacieron los pollos y también el carraco. Y, abuela, sabiéndose una autoridad en leyes naturales al mejor estilo de Nat Geo, agarró al ‘patico’ y lo puso de inmediato a nadar en una palangana llena de agua para que estirara sus membranas.
La gallina, que a todo esto estaba “detrás del palo”, se detuvo, abrió un poco más sus ojos y empezó a pegar gritos histérica alrededor del recipiente pensando que una de sus crías se estaba ahogando. El resto de los pollitos, que, como su madre, no sabían qué pasaba, gritaban igual o peor porque en estos casos es importante hacer lo que los demás.
El carraco por su parte, estaba literalmente como ‘pato en el agua’, y más bien se esmeraba en hacer piruetas para que su mamá notara lo bien que se desenvolvía en el medio acuático, su natural.
El cuento se volvió anécdota en casa, por raro y divertido y valga hoy para ilustrar esa voz propia y el derecho a ser diferentes que en los últimos días ha volcado al país en una discusión interesante, oportuna y sobre todo justa.
Antes de hacer alharacas y rasgarnos las vestiduras por las diferencias y particularidades de los otros, hagamos una pausa, tomemos aire y démonos chance para analizar que siempre hay manos más poderosas, (en este caso como la de mi abuela), que definen que la vida sea diversa y libre, y maravillosa y buena, aunque unos naden y otros cacareen.
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