Vendedores de ovejas y de bueyes, y cambistas de monedas, a eso se reducía la religión hebrea. Aquella genial experiencia de fe se reducía al mero servicio sacerdotal, número de víctimas y monto de colectas.
Con un simbólico látigo, Jesús expulsa a los mercaderes del templo diciéndoles: “no conviertan la casa de mi Padre en un mercado”.
La escena está en los cuatro evangelios y Juan la relaciona con la muerte y resurrección de Jesús porque sucede cerca de Pascua, hay muchísimos animales para sacrificar; abundaban cambistas de monedas para la ofrenda del Templo de los muchos forasteros.
Jesús, devorado por el celo de la casa de Dios, censura el mercado que profana el Templo y propone el verdadero culto en espíritu y en verdad, la escucha de la Palabra y la plegaria sincera, rechazando todo tipo de idolatría, incluido el exceso de sacrificios absurdos y deficientes.
El arrebato de Jesús despierta la reacción de las autoridades judías. Le piden una justificación y Jesús les da un signo. Pasa del templo material a su propio cuerpo. Dice: “destruyan ese templo y en tres días lo reedificaré”. Si el misterio del hombre solo se comprende en el misterio del Verbo encarnado, Jesucristo sólo se entiende en su Pascua.
Y se da un choque de Jesús con las autoridades hebreas que no será el último. Se toman al pie de la letra su frase respecto a “este templo” quedándose en lo superficial, mientras Jesús pide profundizar, porque él habla de su muerte por nosotros. Tampoco recuerdan las profecías y destruirán su Templo, su cuerpo. Pero él triunfará sobre la muerte, se levantará del sepulcro.
Y muchos llegan a Jesús diciendo creer en Él, con fe basada en las evidencias. Como Jesús busca nuestra docilidad al proyecto de Dios, no les cree. Jesús conoce nuestro corazón, la fragilidad, esperará paciente a que maduremos en la entrega a Dios, sepamos avanzar en la conversión cuaresmal y acercarnos al perdón.
“Toqué los hombros del Papa para acomodarlo”
“Chepito es un símbolo de fortaleza”