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Este cuarto domingo de Cuaresma es genial. Nos presenta el diálogo de Jesús con Nicodemo, un fariseo que fue atraído por su palabra que vino “de noche”, como ocultándose.
Y Jesús anuncia a Nicodemo cosas grandes. Primero: hay que nacer de nuevo por el agua y el Espíritu Santo. El bautismo introduce a quienes buscan la salvación. Bautizarse es acoger a Jesús, Redentor universal.
Luego Jesús anuncia que sería levantado en alto para atraerlo todo a sí.
Acaso Nicodemo imaginó un triunfo mesiánico. Pero Jesús hablaba de la cruz. Si una serpiente salvó a los mordidos de serpiente, Jesús, un humano, salvará así a todos los seres humanos.
Y agrega: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su hijo único para que todo el crea en él no muera sino que tenga vida eterna”. La frase sostiene toda nuestra fe cristiana. Desde Su amor infinito por nosotros, Dios nos regala a su Hijo en rescate por todos.
Luego subraya: “Dios no envió a su hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Entendamos: Dios no nos quiere muertos, sino vivos y en su reino, pero su amor nos pide creer en Jesucristo, lo que hará la diferencia entre vida y muerte. Rechazar o acoger a Jesús es rechazar o acoger la salvación de Dios. Por ello: “El que cree no será condenado”, frase que consuela a quienes decimos creer. Pero también: “El que no cree ya está condenado”.
El texto concluye diciendo que Jesús es la luz del mundo. Aceptarlo nos ilumina el camino al Padre celestial. Abrazarnos a Cristo y dejarnos iluminar por Él, conocernos a nosotros mismos, ese es el juicio al que nos someteremos. La luz de Cristo evidenciará cómo somos.
Cristo es modelo, medida, prototipo del ser humano perfecto. Abracémonos a él, imitémoslo, aceptémoslo, dejémonos iluminar por su luz y obtendremos la salvación. Prefiramos la luz a las tinieblas y obtendremos de Dios vida eterna.