El evangelio nos habla hoy de una semilla que se siembra y un campo que la recibe. La semilla es la Palabra de Dios y la tierra soy yo.
Jesús es el sembrador que esparce la semilla. Sin límite de entusiasmo, vitalidad o generosidad, lanza semilla por todas partes, la tierra buena, la orilla del camino, los pedregales y zarzales. Su entusiasmo de sembrador es desbordante.
Y luego Jesús nos explica lo que pasa con la semilla. Usa distintos tipos de campo como ejemplo para que entendamos que hay una sola semilla, una sola Palabra, pero diversos modos de recibirla. Soy yo quien aprovecha o desperdicia la Palabra. A veces yo mismo puedo ser los cuatro campos, porque todo depende de mi actitud, de la forma como tomo esa Palabra.
La semilla, salida de las manos generosas de Jesús, no siempre corre la misma suerte.
Para recibir bien la Palabra de Dios se necesita generosidad de corazón.
De esa generosidad nacen las tres condiciones determinantes: comprenderla, recibirla con alegría, someter a ella mis preocupaciones y angustias.
Puedo recibir la Palabra con dureza y actitud de rechazo. Esto es ser el borde del camino. El Maligno me hunde en desesperación y desconfianza.
La Palabra se esfumará y yo quedaré sumido en mi nada.
Mis fatigas, preocupaciones, inconstancia y zozobra son las espinas y los pedregales.
La semilla no tiene mucha ocasión para brotar.
Y si lo hace, no podrá crecer. Pronto quedará asfixiada, la Palabra se ahogará en mi inconsistencia.
Y por fin está la tierra buena. Pero es curioso que Jesús asegura que ni siquiera la tierra buena es garantía total de éxito para la Palabra. Por sobre la calidad de la tierra, urge mi intervención personal.
Hoy aprendemos, pues, que la Palabra siempre es eficaz y fecunda, pero que depende de mi actitud ante ella. Siendo tierra buena, debo esforzarme al máximo.
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