Jesús atrae siempre a la gente. Hoy una multitud sigue al Maestro espontáneamente y sin ninguna previsión. Ni siquiera piensan en comer. Jesús se compadece de ellos, cura sus enfermos y, cuando los apóstoles intentan despedirlos para que busquen su pan, Jesús les dice: «denles de comer ustedes mismos.»
Pero no hay cómo. Solo hay cinco panes y dos pescados. Para Jesús es suficiente. Como Buen Pastor, manda que se sienten en el pasto, toma los víveres y, «levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud».
Un acto simple. El Señor, compasivo y amoroso, multiplica unos pocos bienes para saciarlos a todos. Aumenta lo limitado, hace que rinda y sobre, muestra la senda: el provee el pan que sacia y los ministros lo distribuirán.
Hoy pasa como entonces. La gente tiene hambre. Hay hambre de pan, pero también de un mundo mejor. El acaparamiento se propaga como mala hierba, los agricultores venden sus tierras para comer, porque se importan víveres que se venden más baratos.
Pero hay un problema mucho mayor: ya no buscamos a Cristo. Con facilidad nos aferramos a ídolos y la sed por la riqueza nos roba dignidad y sensatez. La obra de Dios está amenazada, crece el materialismo, la codicia y la envidia.
Hemos retrocedido. Hay pérdida de principios y crecen el materialismo, la insensatez y el crimen. Por todas partes las gentes se corrompen por unas cuantas monedas. Solo hay extravío. Por ello se hace cada vez más urgente el anuncio de la Palabra de Dios.
Debemos compartir el pan material, pero sobre todo anunciar la Palabra de Dios. Cristo apremia hoy más que nunca. Su presencia, su palabra y su esperanza harían del mundo un sitio donde el crecimiento no se mida por lo económico, sino por la verdad y la justicia.
Además de multiplicar el pan material para que no haya niños con hambre, debemos multiplicar el pan de la esperanza y del amor.
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