Aún tengo en la cámara un par de vídeos con Dennis Marshall, tomados en Copa Oro. Saberlos ahí genera una extraña sensación, a la que no sé ponerle nombre. Viene después un silencio. Aún no los veo de nuevo.
Tomo la cámara y busco. Ahí está, con la camiseta roja, recién finalizado el entrenamiento, con gotas de sudor brillando en la cien. Habla pausado, como siempre, como si nada lo sacara de casillas. También sabía hablar golpeado, según nos confiesa Bryan Ruiz en su columna de hoy, recordando un pasaje de camerino en el intermedio del juego ante Honduras. Ante nosotros, en cambio, mostraba un perfil bajo, calmado, sin dar muestras de incomodidad ni siquiera ante las preguntas difíciles, inevitables cuando vienen los errores, las derrotas, las críticas.
Doy “play” al vídeo: “…queremos llegar a la final y ganarla, eso es lo que tenemos en mente”, dice Marshall. Pretencioso, aún en una Selección que a todas luces no estaba ni estará pronto para ganar Copa Oro, apuntaba a más, como demuestran también sus estudios universitarios, pese a tener a mano un pretexto fácil: el fútbol, los viajes, las concentraciones, un día aquí y el otro allá.
Tenía también los pies en la tierra, en medio de sus altas metas. La selección más joven del torneo podía pagar facturas, según había reconocido en una entrevista previa; a futuro, en cambio, veía oportunidades. Las hay. Aunque ya no esté él para decirlo.
No es, sin embargo, al futbolista a quien miro en el vídeo, sino al joven con sueños, de persona a persona, esa mirada que el trajín y las profesiones -tomadas tan en serio- a veces nos impiden tener. Lo miro y sigue ahí esa extraña sensación. Un silencio. Viene luego un “gracias” por la vida que aún tenemos hasta solo Dios sabe cuándo...
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