Presbítero
asaenz@liturgo.org
La vida a veces es atropellada por oscuridades y decepciones que nacen de nuestro pecado.
Hoy Jesús, conocedor de esos golpes, nos dice: “No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí”.
Jesús se despide. Le acongoja saber que somos débiles y que podemos caer en errores. Y entonces insiste en que debemos encontrarnos con Él en el sitio que asegura, nosotros conocemos. Tomás, muy práctico, le dice: “Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?”.
La gruesa pregunta obtiene formidable respuesta: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
Jesús nos garantiza que, a pesar de nuestros desatinos y disparates, de las inquietudes y oscuridades, superaremos todo si lo tenemos a Él como único norte. Y no se queda allí. Asegura ser, no solo la senda, sino también el vehículo que va por ella y la misma meta. Es decir, siendo camino nos dice “por donde”; como verdad nos aclara el “cómo”; al ser vida nos revela él “hacia dónde”, porque: “Nadie va al Padre, sino por mí”.
Felipe, que todavía no tiene plena comprensión de quién es Jesús, le dice: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. A tan sencilla cuestión Jesús responde con la más grande revelación del Nuevo Testamento: la Trinidad de Dios. Jesús le dice: ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?
Entonces no debemos inquietarnos, Jesús dice a su Iglesia: a pesar de la oscuridad que te rodee, recuerda que lo esencial es creer en mí.
Si creyéramos en Él podríamos actuar como Él, como Dios mismo, porque: “yo estoy en el Padre y el Padre está en mí… el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aun mayores”.
Creer en Cristo es, pues, la clave de todo. Así dejaremos atrás nuestra miseria y actuaremos como el actuó.
Pero, ¿creemos realmente en él?
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