Caño Negro de Los Chiles. - Cristina Ríos Oporto, de 72 años, es una campesina pequeñita, delgada y tiene la piel tostada a fuerza de trabajar al sol, sin descanso.
Habla despacito, hilando recuerdos uno a uno para soltarlos de repente mientras mira la corriente mansa del río Frío con un dejo de nostalgia y gratitud.
Ella tenía siete años cuando conoció un pez “raro, feo, lleno de dientes filosos”. Era un gaspar, de medio metro de largo, de aspecto prehistórico y misterioso.
“Yo no tenía muñecas; siempre fui pobre. Mi abuelo sacó un pez raro y quise jugar con él, pero me mordió los dedos. Me salió mucha sangre. Lloré llamando a mi mamá, que se había muerto durante un parto, meses antes”, relata entre pensativa y seria.
Allí nació una relación especial, de toda la vida, con este pez que data del Paleozoico, es decir, hace más de 180 millones de años, según los científicos.
Su pesca le permitiría sacar adelante –sin marido porque se le escapó a Nicaragua, dejándola sola – ocho hijos pequeños. “El gaspar nos ha mantenido vivos y unidos. Con él tuvimos carne, platita, la comedera de todos los días”, agrega sonriendo.
Al igual que su familia, generaciones de vecinos de este sector de Los Chiles, al norte de Alajuela, un humedal hoy protegido, sobrevivieron en medio de lagunas y montañas inhóspitas gracias al gaspar, el cual abundaba aquí y era posible atrapar “hasta con las manos”, según recuerdan.
“Eran sacos de peces. Nos íbamos hasta San Carlos de Nicaragua para venderlos secos. Gracias a esos peces tan feos, nuestros hijos tenían su comidita asegurada. Así se me hicieron grandes”, recuerda Mila Canales, de 84 años. Las mujeres se organizaban para pescar juntas y después se distribuían las ganancias.
“Éramos arrechas. Ya quedan pocas, unas se han muerto”, lamenta. Fue la primera organización liderada por mujeres emprendedoras que se recuerde en esta zona.
“Nos levantábamos cuando estaba oscuro y teníamos que espantar culebras, caimanes y lagartos con unos palos”, agrega.
La primera artesana
Otra lugareña, Francisca Hernández, de 89 años, fue pionera de la artesanía en Caño Negro, pues un buen día se le ocurrió utilizar el caparazón y las escamas del extraño pez para “hacer cosillas y venderlas. Hice servilleteros, adornos, collares, anillos... todo se aprovechaba”, dice mientras se acomoda su delantal, en la sala de una vieja casa de madera (parte de la cual se cae a pedazos), junto a la laguna donde vive en paz “desde que tengo recuerdos”.
Había tantos gaspares que en ocasiones llegaban “cuadrillas de hombres de afuera para pescar de noche y de día”, según Dolores Sequeira Romero, de 78 años, quien recuerda que “los agarrábamos con las manos; eran muchos”.
Caño Negro creció aliado al gaspar. Pero el tiempo y la depredación no perdonan. Pese a algunos controles, hay cada vez menos peces y temen que lleguen a desaparecer. “Vienen de San José para llevarse sacos llenos de gaspares”, denuncia Pedro Gutiérrez, un guía turístico.
Sale a la superficie
El pez gaspar pertenece a la especie Atractosteus tropicus y su aspecto es casi el mismo de hace 180 millones de años.
Es carnívoro y posee también características de reptil. Tiene branquias y su sistema pulmonar le permite tomar aire atmosférico. Por eso, muchas veces es atrapado con las manos. Tiene un hocico largo y posee dos filas de dientes.
“Con él teníamos platita”
Mila Canales Mejía, de 84 años, ya no puede caminar; se ayuda con una andadera, pero si sus hijas se descuidan se va para el río, cuerda en mano, en busca de gaspares. “Es la carne más rica de todas. Son feos pero esos peces eran nuestra salvación, gracias a ellos comíamos y se veían los cinquitos para comprar ropa y el resto de la comedera”, exclama.
En medio de la montaña, “de la nada”, según dice, los gaspares constituyeron en ese momento “tabla de salvación” para sencillas familias que, pese a la abundancia de animales, no tenían acceso a dinero para la compra de ropa y otros artículos.
“Yo me ‘arrejunté’ con la Cristina, la Virginia, la Tana y la Gloria para pescar juntas desde la madrugada. Viera el tamaño de los lagartos y las culebras que había que espantar”, cuenta riendo.
Gracias a esa unión sacaban “cientos de peces, de todos los tamaños” y los secaban para viajar hasta San Carlos de Nicaragua. “Ahí nos repartíamos las ganancias. Así fuimos saliendo adelante y sobrevivimos”, exclama.
Doña Mila lo tiene claro: sin el pez gaspar “no estaríamos contando el cuento...”
“Están desapareciendo...”
Dolores Sequeira Romero, de 78 años, recuerda que jugaba con los gaspares desde muy pequeño porque “eran miles y se les podía agarrar con las manos”.
Este hombre, descendiente de los fundadores de Caño Negro, asegura que la gente vivía pobremente pero “nunca faltó la carne ni los cinquitos gracias a esos peces”.
“La gente los pescaba en sacos para envolverlos en sal y ponerlos a secar al sol. Después, los llevaban hasta San Carlos de Nicaragua, donde los compraban a buen precio. La gente hacía su plata gracias a los gaspares. Sin esos peces, este pueblo no hubiera surgido”, exclama.
Según dice, cuando se llenaba la laguna, con los primeros aguaceros de mayo, “se veían las manchas de gaspares pasando despacito y era muy fácil atraparlos.
“Eran primordiales para subsistir, materia prima; la salvación de la gente”, insiste. La pesca indiscriminada tiene consecuencias negativas para este pueblo otrora dependiente del gaspar. “Hoy no tenemos ni el 30 por ciento de los peces de antes. Ahora no respetan ni la veda; arrasan con todo sin medir las consecuencias”, se queja Sequeira.