Reiniciamos el Tiempo Ordinario, tiempo muy adecuado para contemplar serenos a Jesucristo. Es como el estanque sereno que viene después de las corrientes de la Navidad.
Si este domingo tuviera título, se llamaría “soy misionero porque soy íntimo amigo de Cristo”. Juan el Bautista se despide señalando al “Cordero de Dios”. Dos de sus discípulos van tras el nuevo maestro. Cuando Jesús los nota les pregunta: “¿Qué quieren?”. Ellos dicen: “Maestro, ¿dónde vives?”. Jesús les invita a venir y quedarse con él.
La vocación cristiana es salir de mis ideas y proyectos para asumir los de Cristo, el portador de la buena noticia. La vocación pide ir “tras Jesús”, “querer estar con él”. Él me recibirá en su casa y me atenderá personalmente. Como dice Isaías, participaremos gratis del banquete del Señor, que siempre se deja encontrar. Así veremos como de esa intimidad que nacerá entre nosotros brotará el proyecto misionero: “anuncio a Jesucristo cuando tengo amistad íntima con él”. Creer en Jesucristo me hace nacer de Dios, e impulsado por el Espíritu, evangelizo.
Andrés, nuevo discípulo, lo hace. No se reserva el tesoro, lo comparte con su hermano Simón, que también va hacia Jesús y, además del llamado, es transformado totalmente. Jesús le cambia el nombre, lo reconstruye, como hace con quienes aceptan su llamado. Simón ahora es Pedro.
El cristiano es, pues, una persona nueva: sabe ser hermano del que sufre, hacer presencia de Cristo. El creyente hace suyo el dolor de los otros y actúa como Jesús. Usa toda oportunidad para hacer lo que Él hace. Un cristiano sabe dar, “no de lo que le sobra sino incluso de lo que le hace falta”: quizá otro necesite lo que Dios me dio para administrar.
Hoy, como Iglesia que somos, nuevo pueblo de Dios, aprendamos a vivir la fe en Cristo con intensidad. Solo en esa fe daremos testimonio de su riqueza. Que Cristo nos renueve y permita ser misioneros suyos en nuestro mundo.