Lo admito: sí existe. Aunque son apenas 48 horas en el club de los “cuarentones”, reconozco que no es mito la famosa crisis de los 40.
Uno empieza a creer que le tocó ver lo mejor de todos los tiempos. A Jordan en el baloncesto, a Armstrong en el ciclismo, a Federer en el tenis, Schummacher en la F1, al Barcelona en el fútbol, a Maradona y a Messi...
A Pelé no, aunque nacido en 1972, tan solo año y medio después de su coronación en México 70, no extraña mi devoción a su juego completo, como si lo hubiese tenido en frente, aunque digan que aquel fútbol se jugaba en cámara lenta. Después de todo, las imágenes reales o imaginadas de una niñez escuchando sobre sus proezas no se borran con un chasquido de dedos; menos si fueron reforzadas con vídeos algunos años después.
La cosa es que a los 40 aparecen los primeros síntomas de vanidosas remembranzas, como tenían los ‘viejillos’ cuando uno estaba en los 20, recetando tiempos pasados, grandes partidos, jugadores de antaño, empezando -en mi caso- por vagos recuerdos del “Zurdo” Jiménez o Carlos Santana, otros menos borrosos de Óscar Ramírez, Alexandre Guimaraes o Juan Cayasso, hasta los aún recientes de Rolando Fonseca, Paulo Wanchope y Wílmer López. Uno se jacta ante los más jóvenes de haber visto el Brasil del 82 o el Milán de Arrigo Sacchi, Gullit, Rijkaard y Van Basten.
De genio en genio, los 40 llegan pronto. Ahí están de repente, avisando la hora de soltar el control remoto y levantarse del sillón, volver a jugar, correr, sudar, mientras nuevas figuras se abren paso en el mundo, se suman a las de antes y no esperan a las que vendrán. Entonces uno entiende que la vida es como un juego en el que gana quien la sigue disfrutando.
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