El mejor regalo que don Enrique Weisleder pudo llevarse a la tumba fue ver a su querido Saprissa en manos ticas de nuevo. Fue uno de los que más sufrió con la pasantía que hizo Jorge Vergara en el club de sus amores y el atropello cometido contra el pasado glorioso de los morados.
El mexicano pretendió romper con la historia del Saprissa y encontró en el viejo Weisleder uno de los focos de resistencia más enconados. La prepotencia de Vergara lo llevó a preguntar despectivamente que quién era ese señor, refiriéndose al gran dirigente de origen polaco que dedicó su vida a cultivar su amor eterno por aquel equipo que germinó en el barrio Los Ángeles, de la mano de don Ricardo.
Agudo e inteligente, Weisleder fue de los primeros en olfatear algo que con el tiempo fue claro: Que el Saprissa de Vergara podía coleccionar todos los títulos del Mundo pero que era imposible embotellar el sentimiento de ser morados y venderlo como pócimas mágicas entre una afición que lo veía llegar cada muerte de obispo, sin identidad, sin pasión.
Tal vez el más crítico de la era Vergara, este polaco-tico de mirada punzante a través de sus gruesos lentes, criticó siempre la falta de trasparencia e información y la dirección tiránica que impuso el mexicano a larga distancia.
No podía ser de otra manera. Don Enrique entregó toda su vida a servirle al Saprissa, sin más recompensa a cambio que engrandecer las vitrinas de la gloria morada, palpitando cada triunfo y sufriendo cada derrota como el más grande aficionado, pero ecuánime y respetuoso de sus jugadores, de los seguidores y de los rivales.
Mientras a Vergara nadie lo extraña, a don Enrique lo lloran en cada rincón del coloso que ayudó a construir y en todas las casas donde palpitan los corazones morados y en los que de alguna forma sigue latiendo el suyo.
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