Como Amós (7,14-15) que sin ser profeta, Dios lo quitó de junto a las ovejas y los higos para hacerlo predicar Su palabra, Jesús saca a sus amigos de la labor ordinaria para una nueva tarea: anunciar la buena noticia del reino.
Aclaremos dos cosas.
La primera: que en el Nuevo Testamento el profetismo no es privilegio de unos pocos sino de todos los bautizados, que tenemos la tarea de extender el reino.
La segunda cosa: que ser profeta no se refiere para nada a adivinación, predicciones, horóscopos, sino a plantear ante la gente el propósito de Dios sobre aspectos de la vida.
Por ello el profeta debe ser un íntimo suyo, para que pueda anunciar la Palabra de Dios y no la suya.
El envío profético de Jesús viene aliñado de advertencias y precauciones. Jesús no escatima avisos a los suyos para que superen las dificultades del camino. La clave propuesta al emisario del Evangelio es ser portador del testimonio cristiano, cuyo criterio básico es la integridad. El enviado debe desarraigarse del egoísmo para reforzar su condición de mensajero. Debe vivir la libertad que produce la pobreza, renunciar a lo superfluo, a las ambiciones, a las posturas personales, al deseo de figurar. Llevará para el camino un bastón, que simboliza la Palabra de Dios, pero nada más, esforzándose por hacer propuestas constantes de la palabra de vida. Los oyentes deberán suplir las necesidades del mensaje al tiempo que se abren al Evangelio, transformando la sociedad.
Hagamos el anuncio de Cristo cada día, llamemos a los hermanos a la conversión. Pero antes, acojamos la palabra de vida y dejémonos transformar por ella. Sirvamos a Dios en los hermanos, sobre todo en los que sufren.
No lo olvide: hemos sido enviados por Cristo a anunciar la buena noticia de Jesucristo a un mundo que la necesita urgentemente, aunque no se haya dado cuenta.