Un día de estos en uno de estos programas de la mañana que pasan por televisión, de esos que hacen cátedra del sentido común y nos recomiendan que salir con sombrilla en invierno evita resfriados y que desayunar bien por las mañanas nos da energía, hicieron una nota que hablaba de la importancia de dejar jugar a los niños cuanto quisieran, pues entre otros beneficios, jugar les enseñaba a ganar y a perder, a esperar el turno, a competir y a desarrollar otras habilidades que les serían útiles para la vida.
Cierto sí, nuevo no. Los que tuvimos el privilegio de nacer y crecer en un país más seguro y menos enrejado, podemos dar testimonio de que tuvimos una niñez donde el juego fue la prioridad.
Jugamos todo el tiempo y sin medida. Teníamos vacaciones no opulentas, pero sí placenteras llenas de árboles para escalar, zacatales para correr, charcos y pozas para explorar, pisos encerados para darle a los cromos y los jacses, aceras esperándonos para la rayuela, el caballito, el ‘ambo, ambo’ y el ‘mirón, mirón’. Una mesa patas arriba, era un barco y patas abajo, el escritorio de la maestra para jugar de escuelita aún en vacaciones. Tales eran aquellos días vagabundos y buenos de una Costa Rica más tranquila y más nuestra.
No perdimos el tiempo. De mi muñeco sin calzones aprendí a ponerle pañales a mi hija; de la pulpería improvisada en una tabla, a rendir la platica, de “mama loca” a salir corriendo si la locura anda desatada y del ‘gato y el ratón’ que a veces gana el gato y a veces el ratón. Juegan el cachorro del hombre y el del animal y luego viven hábilmente como si todo fuera un gran juego.
“Ánimo, ya casi llega la hora, tengamos fe”
Se perdió todo rastro del pesquero ‘Fu Fa Chen’